ISRAEL, 7 DE OCTUBRE: FALSA BANDERA PARA JUSTIFICAR EL GENOCIDIO

Ya lo sabíamos. No hay guerra sin una buena historia previa. Y si puede incluir a mujeres, niños y rehenes, mejor. Eso vende. Eso afila las garras del moralista de turno. Y eso, sobre todo, da carta blanca para bombardear, arrasar, colonizar, matar. En nombre del Bien, claro. Siempre en nombre del Bien.

La historia de los rehenes del 7 de octubre se nos ha contado así, con todos los ingredientes: sorpresa, horror, barbarie. Pero a estas alturas, uno tiene derecho -y obligación- de sospechar. Porque lo que se está justificando con esa historia no es poca cosa: un genocidio a cámara lenta, el vaciamiento total de Gaza, la limpieza étnica sistemática de un territorio que se pretende sagrado y exclusivo. No es una operación militar. Es una limpieza étnica total.

Y cuando el objetivo es tan grande, tan monstruosamente claro, hace falta una chispa igual de potente. ¿Y si esa chispa no fue lo que nos han contado? ¿Y si los rehenes no existieron nunca? ¿Y si todo el episodio fue un montaje? La pregunta, claro, suena escandalosa. Pero también lo era hace veinte años decir que no había armas de destrucción masiva en Irak, y hoy lo dice hasta el telediario. Así que vamos a poner las cosas en orden.

Primero: Hamas. Esa organización que supuestamente perpetró la barbarie del 7 de octubre. Desde hace años -esto no es conspiranoia, es información contrastada- ha sido financiada, armada e incluso azuzada por Israel, directa o indirectamente. No porque los israelíes sean tontos, sino porque saben que una resistencia controlada, infiltrada por el Mossad, canalizada hacia el islamismo, es mejor que una resistencia laica y unificada que podría tener apoyo internacional. Divide y vencerás. Alimenta al monstruo para que justifique tus cadenas.

Segundo: el día del ataque. ¿De verdad un grupo de milicianos mal armados, con drones de juguete y kalashnikovs viejos, atraviesa una de las fronteras más vigiladas del mundo, entra en Israel y secuestra a más de cien personas sin que nadie lo detecte? ¿Ni un radar? ¿Ni un satélite? ¿Ni una alerta? Israel, que presume de tener uno de los servicios de inteligencia más potentes del planeta, se entera cuando ya están todos montados en furgonetas hacia Gaza. Vamos …

Tercero: los propios rehenes. A pesar de las decenas de miles de víctimas palestinas en Gaza, ni un rehén sacrificado en represalia. Su liberación ha sido lenta, escalonada, mediática. Cada uno con su historia, sus lágrimas, sus silencios. Pero si uno presta atención, algo chirría. Algunos no parecen traumatizados. Otros evitan hablar. Algunos relatos son contradictorios. ¿Es posible que haya actores en esta historia? ¿Es posible que, como en otras operaciones de falsa bandera, estemos ante un teatro montado para conseguir un permiso simbólico? No es la primera vez que se hace algo así. Ni será la última.

Porque al final, todo apunta en una dirección: el objetivo real no son los rehenes, ni los cohetes, ni los túneles. El objetivo es Gaza. Toda Gaza. Vacía. Rasa. Lista para ser ocupada. Para siempre. Porque eso es lo que dictan los libros sagrados de algunos. No lo digo yo, lo dicen ellos. Lo dicen los colonos, los rabinos extremistas, los ministros del actual gobierno israelí: la tierra prometida es para los judíos. Los demás, sobra.

La operación recuerda demasiado a otras. El 11 de septiembre. El 7 de julio. París. Niza. Atocha. Siempre el mismo patrón: un acto de violencia masiva cuya autoría es atribuida de inmediato sin investigación seria. Sin margen para la duda. Sin informe técnico. Con un culpable simbólico a mano, justo en el punto exacto del mapa que el guión necesita.

El 11S fue la llave para Irak. El 7J fue la coartada británica. Ahora el 7 de julio israelí, su propio 11S. Su permiso para ir más allá. ¿Hasta dónde? Hasta donde la opinión pública lo tolere. ¿Y cómo se asegura esa tolerancia? Con terror. Con miedo en casa. Con el relato del “nos atacan”.

Todo apunta a eso: a un rito. Un acto litúrgico diseñado para provocar una respuesta emocional automática. No se trata solo de política o de estrategia militar. Esto va más allá. Esto es magia negra del siglo XXI: se crea una realidad narrativa a través del shock. Y en ese estado hipnótico, se hacen cosas que en frío serían imposibles de justificar.

Y para conseguirlo hace falta una gran excusa. Una que paralice a Europa, que obligue a Estados Unidos a firmar los cheques, que cierre la boca a los que todavía dudan. El 7 de octubre es eso. Una liturgia. Una ceremonia de justificación.

La pregunta es: ¿Quién gana? ¿Quién ordena el siguiente paso? ¿Quién hace caja? Porque aquí manda el dinero. Lo de siempre: Vanguard, BlackRock, State Street. Los que financian guerras y reconstruyen países. Los que demuelen edificios emblemáticos y después cobran los seguros. Los que tienen intereses en Ucrania, en Gaza, en el Estrecho de Ormuz y en Wall Street. Y cuando sus portafolios tiemblan, hacen sonar los tambores.

Trump, como todos, actúa. Y el guión no lo escribe él. Declara lo que le mandan declarar. Como cualquier payaso con micrófono en este circo global. Trump no manda. Trump debe. Y quien debe, obedece. Estados Unidos está en deuda con el sionismo financiero internacional en casi 40 billones de dólares. Y quien paga, manda.

¿Existieron realmente esos secuestrados? ¿Fueron todos lo que se dice que fueron? ¿O fueron parte de un plan, de un juego siniestro para permitir la masacre que estamos viendo? No hay pruebas definitivas, pero sabemos que las habrá. Hay demasiadas coincidencias. Demasiadas sombras. Demasiado beneficio para quien debería haber sido sorprendido, para la víctima.

Y sobre todo, hay una certeza: sin esa historia, nadie en su sano juicio justificaría lo que está pasando. Sin esa historia, Israel no podría hacer lo que está haciendo. Por eso la necesita. Por eso no se puede tocar. Y por eso, precisamente por eso, hay que sospechar.

(Visto en https://acratasnet.wordpress.com/)