De nuevo llueve en España. Llueve mucho además. No es que llueva torrencialmente pero sí de manera constante. Llámenme carca si quieren, pero soy de esos que se alegran de que llueva. Pienso en lo bonito que estará todo en verano, en los intensos colores que nos ofrecerá el paisaje de mi amado Valle del Tiétar, la alegría de ver el agua cayendo por las gargantas de la Sierra de Gredos, ese torrente de agua cristalina y bulliciosa que colmará las pozas en las que se bañarán mis hijos. Lamentablemente, los hay que están empeñados en impedir que mis bucólicas fantasías fluyan como el agua que cae en estos primero compases de la primavera. Los apóstoles de la “nueva anormalidad” climática, que de tanto predicamento que gozan en estos días que nos ha tocado vivir pretenden “aguarme la fiesta”, nunca mejor dicho. Cuando llueve, cambio climático, cuando no llueve, cambio climático. Si tenemos temperaturas cálidas, cambio climático, si bajan las temperaturas repentinamente, cambio climático. Si nieva en marzo, cambio climático, y si no nieva, pues también. Todo es tan anormal que, de puro habitual, pasa a ser normal. La excepcionalidad permanente, a cuyo sonido nos hemos acostumbrado en pandemia. En cualquier caso, estamos en abril y llueve. Abril aguas mil rezaba el dicho.
La religión climática
El planteamiento de la nueva moralidad climática es goebbelesiano de puro sencillo, y quizás por ello (y por su repetición ad nauseam) goce de tan buen predicamento; todo lo que pase es anormal, es alarmante y además es culpa del negacionismo, entendido en este contexto como cualquier planteamiento que no acate como leyes universales los siguientes parámetros. En primer lugar, hay que aceptar que el cambio climático es antropogénico y necesariamente catastrófico. A estas alturas, resulta prácticamente imposible permanecer ajeno a esta idea con la que nos torturan por tierra, mar y aire a todas horas, pero por si acaso, pueden leer aquí la “información” que nos ofrecen desde las Naciones Unidas. Este primer punto plantea un gran conflicto, ya que el clima cambia desde mucho antes de que los humanos poblaran la tierra, y en ocasiones de manera más abrupta. La tierra se ha calentado y enfriado de manera cíclica desde que se tiene conocimiento, por lo que la alocución “cambio climático antropogénico” ya plantea algunos problemas. Cuestión más complicada de justificar es la referente a las consecuencias catastróficas.
El segundo parámetro que hay que aceptar como auto de fe es que el cambio climático, al ser antropogénico, es también reversible, o cuando menos se puede detener en mayor o menor medida. Por ello, la salvación del planeta depende de que los individuos hagan lo correcto, se ciñan a una panoplia de medidas redentoras de cuya observancia dependerá que nuestra especie sobreviva a una hecatombe que la “ciencia” ya da por segura. Actos y rituales de dudosa utilidad real y ciertamente discutibles desde el plano fáctico y epistémico, de corte similar a los que ya fueron desacreditados en pandemia. Sin duda recordará el lector toda la retahíla de medidas como mascarillas, distancia social, confinamientos, inoculaciones cuasi-forzosas con productos fraudulentos, y por supuesto, la policía de balcón que velaba por el buen cumplimiento de la moralidad pandémica. Supersticiones elevadas a la categoría de ciencia, que si bien no sirvieron para el fin propuesto, resultaron indispensables para sembrar este precioso totalitarismo cientifista que hoy en día padecemos. Pero hoy no toca pandemia, hoy toca falso ecologismo.
La liturgia
Veamos el ejemplo paradigmático del plástico. Los plásticos, que en la década de los cincuenta venían a salvarnos de la tala masiva y subsiguiente deforestación, hoy se han convertido en un problema ecológico de primera magnitud, que sin embargo no merece para nuestros legisladores medidas de mayor alcance que mantener los tapones pegados a las botellas mientras, por contra, la deforestación no sólo no ha ocurrido, sino que al parecer tenemos un exceso de bosques. Sin embargo, los pecados por el plástico se pueden expiar, tirando parte del que seguimos acumulando sin control al contenedor amarillo, para mayor gloria de Ecoembes, una empresa de reciclado de residuos generosamente subvencionada a la que cedemos la materia prima con la que hacen su negocio, siempre amparados por una tupida red normativa medioambiental. Ya estamos viendo como aquellos herejes que no comulguen con la ortodoxia debida en la liturgia del contenedor amarillo pueden ser multados. De nuevo, el ritual se convierte en norma, con su correspondiente régimen sancionador, como Gaia manda. Un ritual cuya praxis no está exenta de dificultad, y que ya se empieza a constituir en toda una religión, a imagen y semejanza de otras más antiguas, pero sin el componente trascendental. Como marxista me duele decir esto, pero este falso ecologismo se está convirtiendo en la nueva religión del materialismo. ¿A nadie se le ha ocurrido volver a comprar y vender productos a granel? Probablemente sí, pero semejante idea supondría un varapalo inasumible para la industria del plástico, y eso no lo podemos permitir. Mientras nos torturan con normativas materialmente imposibles de cumplir, las cadenas de supermercados siguen vendiendo jamón serrano en lonchas con separadores plásticos, “para que no se pegue”, se entiende. La industria del plástico, sigue gozando de un vigor sorprendente pese a todo. Es la economía, estúpido.
El fraude de los mercados de carbono
Pero sin duda, para la Iglesia de la Calentología, el pecado industrial por antonomasia es el CO2. Sorprende que sea precisamente este gas el elegido por los próceres de la catástrofe climática como el villano perfecto, tratándose de un gas cuya función en el proceso de la vida es tan necesaria. Según dicen los “expertos” en clima, el CO2 es un gas de efecto invernadero que actúa en la atmósfera como el vidrio en un invernadero: absorbe la energía y el calor del Sol que se irradia desde la superficie de la Tierra, lo atrapa en la atmósfera y evita que escape al espacio. La cuestión que se suele omitir es que precisamente es ese efecto invernadero el que permite la vida en nuestro planeta. Por contextualizar la paradoja con datos. Según este estudio, la suma de todos los volcanes activos emite al año entre 270 y 219 millones de toneladas de CO2 a la atmósfera. ¿Cómo hemos podido sobrevivir con semejantes niveles de emisiones? Los expertos nos dirán que las actividades humanas emiten 70 veces más CO2 que los volcanes, y no dudo de que tengan razón, pero … ¿cómo lo calculan?
El cálculo de emisiones a nivel global no está exento de cierta dosis de fe, como ya habrán podido suponer. Estimaciones, modelos y demás zarandajas cientifistas a las que cada compañía que desee ponerse la etiqueta de verde, ecosostenible y resiliente, podrá acceder, previo pago. Así, hemos podido ver en los últimos tiempos cómo compañías tan poco ecológicas como Shell o Repsol (por citar las primeras que me han venido a la cabeza) pasean orgullosas su nuevo estatus de compañía verde por el ágora global. Y si su huella de carbono es excesiva, no se preocupe, que la Iglesia de la Calentología siempre ofrece un amplio catálogo de oportunidades de redención, tan creativas como lucrativas, para lograr el tan ansiado Net Zero. Véase el ejemplo paradigmático de los bonos de carbono, que consagra el derecho a contaminar previo pago. El mercado de los bonos de carbono ha resultado uno de los nichos de corrupción más notables de las últimas décadas, amontonando estafas que, incomprensiblemente, no han copado las portadas de los medios de comunicación. Sería imposible compartirlos todos en este artículo, sin embargo aquí pueden leer algunos de los más significativos. Con el tiempo, debido a la recurrencia en el fraude, el lucrativo negocio de los bonos de carbono ha precisado un lavado de cara. Por ello en los últimos tiempos hemos tenido nuevas noticias sobre el carbono azul, esos proyectos de restauración de manglares a lo largo y ancho del globo mediante los cuales grandes empresas expían sus males pagando una miseria a los indígenas por restaurar los manglares, a los que se supone una gran capacidad de absorción de carbono. Así, los grandes contaminantes pagan su penitencia para poder seguir contaminando, los indígenas pueden abandonar negocios indeseables como la pesca furtiva o el narcotráfico y los manglares quedan preciosos. ¡Que viva la biodiversidad!
Modelos para el Apocalipsis
Como decíamos, los cálculos de emisiones, así como sus proyecciones a futuro, se basan en modelos. Durante la pandemia del COVID ya comprobamos cómo el abuso de la modelización podía conducir a falsas percepciones del riesgo, o a valoraciones de beneficios absolutamente inverosímiles. Ejemplo paradigmático del uso de modelos a modo de propaganda es la afirmación de que las mal llamadas vacunas de ARNm habrían salvado 14 millones de vidas -por poner un ejemplo que todos habremos podido escuchar- basada en un modelo del científico Neil Ferguson del Imperial College. La afirmación repele a la lógica epidemiológica más elemental, ya que aceptar su verosimilitud implicaría dar como cierto que el terrible bichito zoonótico habría matado en su segundo año de vida el doble de individuos de los que presuntamente mató en el primero. Sería, sin duda, el primer virus en comportarse de tal modo, y sin embargo, ningún honorable doctor oficialista ha osado a poner esta cifra en duda. Y eso que el señor Ferguson ya contaba en su haber con un vaticinio reciente en en el que su pretendida pericia modeladora habría resultado escandalosamente inexacta. Tal fue el caso del modelo de Ferguson que predecía 100.000 muertes antes de finales del 2020 en Suecia si no se aplicaban los famosos confinamientos. Finalmente, Suecia decidió no aplicar confinamientos y la cifra de muertos por COVID no pasó de los 5.000. No tenemos noticia de que el señor Ferguson haya perdido su empleo por semejante error. Un tipo con suerte, sin duda.
Cada rama de la ciencia tiene su Neil Ferguson particular. En el caso de la ciencia climática, el calentamiento global lo tiene en el paleoclimatólogo Michael Mann, quién presentó en 1998 en la revista Nature su famoso modelo del “Palo de Hockey”, cuya ominosa gráfica sirve hoy de ilustración a este artículo, y que se convirtió en el icono del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC). La fuerza del gráfico impulsó prácticamente sin debate la aprobación del protocolo de Kyoto, pese a que diversos estudios habían demostrado para entonces de manera persistente que los modelos de Michael Mann, basados en el estudio de los anillos de los troncos de los árboles, no eran fiables en absoluto. Tiempo después se supo, gracias a unas filtraciones de correos electrónicos en el marco de aquello que se dio en llamar Climategate, que el bueno de Michael—que era todo un fanático de la teoría del calentamiento global—había utilizado un truco matemático (el truco de Mike) para desechar todos los resultados que no se ajustaban a su modelo. Pese a desvelarse todo el fraude, buena parte de la academia sigue defendiendo con uñas y dientes los “hallazgos” de Mann, aunque ni él mismo ponga su mano en el fuego por ellos. Al señor Mann lo podrán encontrar ustedes de manera muy visible en el famoso documental de Al Gore “Una Verdad Incómoda”.
Consensos fabricados contra la evidencia científica
Pese a todo, gran parte de la academia sigue tratando de vender un consenso alrededor de la idea del cambio climático antropogénico y reversible. Huelga decir que hablar de “consenso científico” es casi tan poco científico como decir aquello tan manido de “creo en la ciencia”. Es quizás, la manera más sencilla de distinguir la ciencia del cientifismo. Del mismo modo que nunca existió un “consenso científico” en torno a la medidas impuestas durante el COVID (como evidenció el gran respaldo que obtuvo la Great Barrington Declaration), tampoco existe con respecto del cambio climático. Son miles de voces autorizadas en toda la comunidad científica los que se han levantado contra la “emergencia climática”, encabezados por los Premios Nobel John F. Clauser e Ivan Giaver. Más de 1.600 científicos que afirman que el calentamiento se está produciendo mucho más lentamente que lo que reflejan los modelos del IPCC, y que el calentamiento es perfectamente normal, habida cuenta de que venimos de la “Pequeña Edad de Hielo”, que habría terminado en 1850. En su misiva, arremeten contra el uso de modelos, a los que atribuyen “muchas deficiencias” considerando que “no son ni remotamente plausibles como herramientas políticas”.
Al margen de las discutibles creencias y pretendida ciencia en la que se basan las alarmantes previsiones de la Iglesia de la Calentología, más preocupante si cabe es el desprecio indisimulado que muestran contra hipótesis científicas más plausibles y respaldadas con datos fehacientes. Tal es el caso del trabajo del paleoclimatólogo, Ian D. Clark, profesor de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Ottawa, al que tuve el privilegio de entrevistar recientemente, cuyos estudios en los registros de carbono capturado durante cientos de miles de años en el hielo ártico, desmontan gran parte de la narrativa climática. Los hallazgos de Clark, replicados por otro profesor de la Universidad de Ottawa, el Dr. Jan Veizer, y sus técnicas isotópicas para determinar los ciclos climáticos de la Tierra, resuenan con gran precisión con los estudios del físico Nir Shaviv, profesor del Instituto Racah de la Universidad Hebrea de Jerusalén, quien ha estudiado el impacto de la actividad solar en el clima de la Tierra en los últimos 540 millones de años y la variación que el impacto de los rayos cósmicos en la nubosidad, y su relación con los cambios de temperatura de la superficie terrestre. El trabajo de estos científicos establece una relación directa de la actividad solar en el cambio climático, de modo que las gráficas de la temperatura de la Tierra y de la actividad solar se superponen como un guante y, sin embargo, tan esclarecedores datos no gozan del mismo crédito en los medios de comunicación del que goza la ominosa narrativa del calentamiento global. ¿Por qué? Y la respuesta es, como siempre, business as usual. Pero sin política no hay negocio. El mejor negocio es el que pagamos todos con nuestros impuestos.
La Gota Fría y la instrumentalización política de la falsa ciencia
Con el recuerdo de lo sucedido en Valencia aún en la retina, y con sus consecuencias judiciales coleando, gobierno y oposición se citan para una nueva pelea por el barro, cargándose los muertos los unos a los otros. Un fango de indecencia moral en el que un número nada desdeñable de súbditos españoles no han dudado en revolcarse emulando a sus líderes. En tal contexto, del lado del autopercibido gobierno más progresista de la historia se escucha martilleante en todos sus medios la falacia climática, una y otra vez. Si el cambio climático es antropogénico y necesariamente catastrófico, y las políticas del gobierno luchan contra el cambio climático, el que se oponga a las políticas del gobierno niega el cambio climático, y es por tanto negacionista. Retorciendo un poco más el argumento obtenemos, de manera más concisa y efectiva, “el negacionismo mata”. La cuestión es que el argumento es falaz, y los datos históricos no dan la razón a quienes pretenden someternos al estado de alarma perpetuo.
Resulta bastante obvio que la catástrofe de Valencia fue debida a un conjunto de factores que poco o nada tienen que ver con el pretendido cambio climático. Empecemos por lo más básico. Sabiendo como sabemos que toda la zona anegada había sufrido 14.500 inundaciones desde el año 1035, cabría preguntarse si seguir construyendo en esa zona es buena idea. Una media de cuatro riadas por siglo deberían ser suficientes para ser contempladas en futuros planes urbanísticos, y sin embargo, la codicia ha querido que se sigan optimizando beneficios construyendo en zonas, que antes o después, acabarán por sufrir inundaciones similares. La mala planificación urbanística mata. También resulta difícilmente discutible que la deficiente comunicación entre los organismos encargados de avisar a la población de la inminente riada impidió una efectiva evacuación de la zona, con el dramático resultado en pérdida de vidas humanas. A día de hoy, desconocemos de manera oficial cuantas presas se aliviaron en esas horas fatídicas y de qué manera afectó esta apertura de presas a las riadas.
Quizás fuese producto de un climatazo que al Presidente Mazón se le alargase la sobremesa con la neumática periodista a la que supuestamente pretendía nombrar a dedo directora de la televisión valenciana. Puede que el climatazo impidiera a la Consejera de Interior, hoy procesada por su incompetencia manifiesta, tomar la decisión de hacer saltar la alarma que tantas vidas habría salvado. Puede que el mismo climatazo le nublase el juicio al Gobierno cuando, inhibiéndose de sus competencias, decidiese no decretar la emergencia de interés nacional, tal y como dicta el artículo 28 de la Ley 17/2015 del Sístema Nacional de Protección Civil, abandonando a su suerte a decenas de miles de afectados, por puro cálculo político. Días después, el Presidente Sánchez dijo aquello de que “si necesitan más recursos, que los pidan”. Al final, el Estado de las Autonomías era esto, cientos de políticos incompetentes, para quienes el cargo es un fin en sí mismo, pasándose la patata caliente. Así las cosas, de nuevo se han dispuesto las trincheras en el debate público, para que cada cual ocupe su lugar natural, y entre unos y otros, la casa sin barrer. Falsas trincheras que cuestan vidas.
Rockefeller y la gobernanza global
Sería pueril asumir que el falso silogismo climático sirve simplemente a la ocultación de la incompetencia propia. Es una cuestión global, que implica muchos beneficios económicos, y abre la puerta a establecer toda suerte de medidas de control social, como a continuación veremos. En origen, debería hacernos sospechar el hecho de que la historia de esta industria del cambio climático discurra paralela y con la financiación del entramado de fundaciones de la familia Rockefeller, cuya fortuna se debe paradójicamente al lucrativo negocio del petróleo. El Rockefeller Brothers Fund, así como la Fundación Rockefeller, y todas las oenegés dependientes de su generosidad filantrópica, son fundadoras o financiadoras de todas las iniciativas globalistas de control y dirección de la narrativa climática. Por no aburrir al lector con listas y nombres, recomiendo a quien tenga interés en profundizar sobre esta cuestión el trabajo exhaustivo del investigador sueco Jacob Nordangard en su libro “Rockefeller: Controlling the Game” (2019), al que tuve el privilegio de poder entrevistar hace unos meses. Este libro hace un recorrido por la historia de las pulsiones neomalthusianas de los Rockefeller, cuyas ideas sobre despoblación y control demográfico resonaban con el darwinismo social y la eugenesia preconizada por los ilustres miembros de la Royal Society de Londres a principios del s. XX.
La despoblación es uno de los principales caballos de batalla de este simpático grupo de magnates. No son los únicos, claro está. Al apostolado despoblacional se han sumado en las últimas décadas casi todos los filántropos oficiales del régimen neofeudal posmoderno en que vivimos, seguidos de una piara de científicos necesitados de que se financie su trabajo. Su lugar de reunión habitual es el Club de Roma, fundado al calor de los cheques de David Rockefeller allá por 1968 y ligado íntimamente a todos los centros de deliberación globales, como el Club Bilderberg, el World Economic Forum o la Comisión Trilateral entre muchos otros. Si uno se lo plantea fríamente, desde la posición de unos individuos que pretenden un gobierno mundial acorde a sus intereses, la despoblación es un objetivo muy deseable. Pero claro, para ello es necesario que la gente acepte ese destino sin plantear demasiadas objeciones. Por ello, se ha dispuesto una brillante estrategia de vestir al muñeco eugenista de ecología y salud pública. No es eugenesia, es solidaridad.
One World, y el totalitarismo de la sociedad abierta
Bucear en los procelosos informes de transparencia del universo de oenegés que tienen montado nuestros queridos filántropos es una tarea ardua y tediosa que no recomiendo, pero existen algunas claves que permitirán al lector sagaz intuir de dónde proceden algunas iniciativas. Pueden considerarlo una rúbrica de autor si quieren. Así como George Soros tiene predilección por la palabra “Open” (Open Society, Open Government, Open Arms, etc…) en honor al concepto “sociedad abierta” desarrollado por el filósofo Karl Popper, a la dinastía Rockefeller le encanta usar la palabra “One” para sus iniciativas. One World, sin ir más lejos, no es solamente una lacrimógena canción de los irlandeses de U2, es la iniciativa matriz del Rockefeller Brothers Fund, impulsada en 1983 como “respuesta a la situación mundial (…) en que las naciones se habían vuelto interdependientes económica y ecológicamente, y que, por lo tanto, el consumo de recursos, la degradación ambiental y la seguridad internacional debían abordarse a nivel regional y global.” Siendo sintéticos, One World se resume en la creación paulatina de un gobierno mundial. No por casualidad, las reuniones de la Asamblea General de las Naciones Unidas se celebran en un edificio construido sobre unos terrenos comprados ad hoc por de los Rockefeller.
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Bonito cartel, sin duda: el mundo para los bichos, no para los humanos. Estas de más, lector. |
Tiempo para el verdadero ecologismo
Tras todo lo expuesto, resulta bastante evidente que los poderes que controlan el relato no tienen ningún interés real ni en la protección de los ecosistemas, ni en mejorar la salud de las personas, ni por supuesto en evitar catástrofes como la de la Gota Fría de Valencia. Si así fuese, con toda seguridad se propondrían otro tipo de medidas, se buscaría la previsión, se acondicionarían los planes de urbanismo a la pretendida emergencia, etc… La narrativa climática consiste simple y llanamente en presentar a estos poderes como una suerte de benefactores de cuyas intenciones se prohíbe dudar, de modo que resulte un puro acto sedicioso obrar en contrario, forzando a la sociedad a convertirse en la policía que vele por el buen discurrir de sus ambiciones. Por ello, en estos momentos en el que el totalitarismo de mercado, parapetado tras la ciencia presunta que posee, se muestra especialmente virulento, se hacen más necesarios que nunca los movimientos contraculturales, reaccionarios si se quiere, que luchen por restablecer el sentido de las cosas. Es momento de volver a mirar al campo, a la agricultura, a nuestros pescadores, y preguntarle a ellos cómo se hacen las cosas. Olvidar los cantos de sirena de aquellos que sólo teorizan desde las ciudades sobre realidades que desconocen y despreciar con vehemencia a los ecologistas de ciudad y demás beatos del apocalipsis. Una buena manera de empezar a mentalizarse del necesario cambio de paradigma que considero que deberíamos impulsar es ver el documental “Ganado o Desierto”, dirigido por mis estimados compañeros de Metáfora Visual, y abrazar junto a sus protagonistas los principios de la verdadera ecología, esa que pisa la tierra sobre la que habla, esa que entiende que la biodiversidad real comienza por volver a poblar esos lugares que el poder ha abandonado. Conectar con la naturaleza implica desconectar con la misantropía inducida que ha colonizado nuestras mentes, infectándolas del virus de la culpa y del desprecio por nuestra propia existencia. Es tiempo de reencontrarnos con nosotros mismos, es tiempo de huir de la falsa ciencia.
Carlos Sánchez
(https://brownstoneesp.substack.com/)
Hace unos días he vuelto a ver la película Idiocracia.
ResponderEliminarHace unos días no puede ir a una conferencia propiciada por IU con el lema "Entender para Creer" (relacionado con el C.C.) digno de cualquier estructura religiosa.
ResponderEliminarOpino que estamos en un proceso de falsación del sistema; lo que valga que lo demuestre